Palabras dedicadas por el arquitecto Miguel de Oriol e Ybarra a la obra de su amigo, Fernando Higuera.
¡Qué personaje! Le recuerdo allá por los primeros años cincuenta, como excelso dibujante en papel Guarro cuando la calidad del carboncillo era muy importante.
La marca Dupré, francesa, tenía dos variedades y cada una de ellas, la dura para encajar, la blanda para manchar, ayudaba al lucimiento. Los yesos traducidos en luz y sombra por Fernando eran deslumbrantes. Sencillamente mejores que los de los demás competidores en aquella Academia de ingreso –L. Izquierdo– en los altos del Palacio de La Prensa.
Echábamos la tarde persiguiendo nada menos que la belleza a través de nuestros dibujos. Fernando, de vez en cuando, tocaba la guitarra. Y cómo la tocaba. Un día nos dijo: “Me ha citado Andrés Segovia”.Todos los años el gran maestro recibía al mejor de los aspirantes a su paso por Madrid para cualificarlos. A los dos días, impacientes, le preguntamos: –¿cómo te ha ido?– y nos contestó rotundo: “soy, según el maestro, después de él, el mejor, así que lo dejo”. Y desde entonces redujo su pretensión suma para acompañar magistralmente y con ritmo sincopado los discos de jazz. Disfrutaba al máximo con Eartha Kitt.
Sus acuarelas se expresan con el mismo acento espontáneo y fluido. La pintura, la arquitectura y la música, como todos saben, son parientes cercanas. Fernando creó escuela; Tenreiro, Ridruejo, etc., le emulaban con talento. Antonio López trabó temprana amistad con quien desde el principio le admiraba. Y es que Higueras descubría el arte allí donde iba a surgir. Así fue creando su colección, que llegó a ser importante. Esparcía sus percepciones entre sus compañeros amigos: hubo quien compró bodegones de un “Antoñito” en agraz por 5.000 ptas.
Mientras cursábamos la carrera, él protegía a quienes, humildes, prometían según su criterio certero. Sus comentarios, cuando laudatorios, elevaban la moral del catecúmeno que, desde entonces, pasaba a ser cofrade del futuro.
En su proyecto fin de carrera se destapó con su basílica poli-lítica: creada en base a una sola “piedra tipo” multiplicada hasta el infinito, conseguía un espacio interior mágico y sorprendentemente místico.
Al terminar mis estudios en La Escuela, gané una beca Fulbright para ilustrarme en Urbanismo. Curiosamente, eran los EEUU los que impartían una ciencia en la que el magisterio debía inspirarse en la Europa de Hipodamo. Allí estuve un año largo que me sirvió para enamorarme profundamente de La España que se quedaba atrás y lejos.
Al volver, me di cuenta de que mis compañeros –en su representación vanguardista– estaban de vuelta sin haber ido, es decir, iban adelante, lideraban, por lo que no quedaban atrás en lejanía histórica sino más bien apuntaban a la Gloria. Mies Van der Rohe, el real origen de lo que más tarde se llamaría minimalismo, había mentido en el Seagram. Una de sus fachadas vítreas era opaca y su predicada austeridad se revestía con carpinterías de bronce. Estaba claro que no le resultaba suficiente la rotundidad zen de sus plantas y la rigurosa estructuración de sus volúmenes. Perseguía, con disimulo racionalista, por su conciencia culpable, la belleza. Y es que La Arquitectura es Arte, Arte Mayor, no solo construcción ingeniosa. Mis amigos, Higueras a la cabeza, lo sabían, lo sentían desde sus adentros. Fernando no disimulaba, capitaneaba aquella revolución orgullosa y descarada tras la guapura constructiva.
Higueras, Inza, Dols, sin haber probado el mesianismo, sin tener idea de la concisión y precisión del lenguaje constructivo que habría de cristalizar en la High Tech británica, proyectaban desde su visceralidad ibérica, el espacio que, superando a la razón pura, perseguía el misterio esquivo de lo sublime. Fernando, asociado con P. Capote –después A. Miró– y con J. Serrano Suñer, gana una serie de concursos en los que la seriedad estructural de Antonio y la solera expresiva de José, se suman a su imaginación calurosamente meridional.
La ciudad de los artistas, La corona de espinas, La Casa Fierro en Marbella, Las viviendas para los militares en San Bernardo, sus actuaciones bancarias en Serrano y residencias en la prolongación de la Castellana van regando de inspiración independiente un panorama arquitectónico madrileño que ya aburría en su obsesión por obedecer la cara arquitectura purista noreuropea desde nuestra pobreza económica y técnica. Su proyecto de Marina para Montecarlo con A. Miró y J. Serrano Suñer, entra en el capítulo exclusivo de arquitectura para la Historia.
Inventa para los ricos árabes, viaja a Japón y a Sudamérica para publicitarse, se gasta el oro y el moro. Su extroversión anárquica, su capacidad crítica y su talento insultan a la mansa ortodoxia madrileña. Su intensidad pierde ritmo –el ritmo es su más evidente compromiso arquitectónico– al advenimiento de las sucesivas crisis económicas de los ochenta y noventa.
Es entonces cuando se embarca en la construcción de Santa María de Caná. Ha perdido clientela, no hay mercado. Y él puede construir una iglesia, un templo desde el que adorar al Infinito, en el que quede cristalizada su firma imbuida de acento meridional histórico. Se entrega, se pasa y sufre.
El último proyecto inspirado que le conozco es un rascacielos horizontal, así lo titulaba. Del vértice de una pértiga altísima –cientos de metros– pendía de cables tensos, una corona circular cercana a tierra. Una idea.
Muere creando, independiente. Le admiran los jóvenes. Le aplaudirá el futuro cuando haya pasado tiempo suficiente; cuando los maestros del recetario internacional dejen de pontificar hacia el aburrimiento. Hoy, Fernando estará disfrutando de Dios, infinita belleza, y quiero creer que Dios estará gozando de él, obra puramente suya.
Miguel de Oriol e Ybarra, 11 de febrero de 2008
Texto obtenido de la revista “cuadernos7″, del homenaje realizado en el colegio “Estudio” el 7 de Mayo de 2008.